En noviembre de 1486 nació en una localidad de lo que hoy es la provincia de Ciudad Real (España) Tomás García Martínez, más conocido como Tomás de Villanueva, pues se crió en Villanueva de los Infantes. Sin embargo, parece ser que su madre le dio a luz en un municipio muy cercano, Fuenllana, dado que su familia hubo de mudarse allá debido a una epidemia. Entonces, Fuenllana y Villanueva de los Infantes formaban parte de la provincia de La Mancha, en donde viviría sus alocadas andanzas un hidalgo ocioso en el que se inspiraría Cervantes para su famosa novela. Sin embargo, la familia de Tomás, también hidalga, no andaba mano sobre mano, y eso determinó en Tomás una educación piadosa —sobre todo, piedad mariana— y un carácter activo, misericordioso y anhelante de justicia. Se cuenta que, de niño, a veces regalaba su ropa a los chicos más pobres. Cuando cumplió cinco años, vino a este mundo Ignacio de Loyola, quien fallecería un año después que Tomás y al cabo de seis meses desde que el emperador Carlos abdicase la corona en favor de su hijo Felipe. Un año mayor que Tomás era Hernán Cortés, otro hidalgo castellano.
Pocas semanas después del nacimiento de Tomás, la reina Isabel se reunía por vez primera con Cristóbal Colón en Alcalá de Henares. Y precisamente a la universidad fundada en 1499 por el cardenal Cisneros —a partir del Estudio General ya asentado a finales del siglo XIII— marchó Tomás cuando había cumplido los quince o dieciséis años. Permaneció vinculado al mundo académico durante una larga temporada, hasta que adquirió el título de maestro y estuvo en disposición de alcanzar una cátedra. Sin embargo, en noviembre de 1516 —al cumplir treinta años— se hallaba en Salamanca tomando el hábito de la Orden de San Agustín, y profesando su ingreso un año más tarde y apenas unas semanas después de que Lutero iniciara su ruptura con Roma mediante las 95 tesis de Wittenberg. En 15 de octubre de 1515 había nacido en Ávila Santa Teresa de Jesús; patrona de los escritores, doctora de la Iglesia y gran santa admirada en todo el orbe como fuente de inagotable valor místico.
En diciembre de 1518, Tomás de Villanueva recibió la ordenación sacerdotal y comenzó a desempeñar diferentes encargos en la Orden. Tras rechazar el nombramiento como arzobispo de Granada mientras ejercía su labor como agustino, hubo de trasladarse a Valencia en 1544 para hacerse cargo de su sede episcopal. El arzobispado valenciano llevaba tiempo sin que su obispo residiera en el propio territorio, un lugar, además, donde había un destacado porcentaje de población morisca —algunos conversos, pero de una manera irregular—, un escaso grado de dignidad moral en parte del clero e insuficiente calidad en la formación de quienes recibían el ministerio sacerdotal. Se dedicó pues a recorrer la diócesis y a establecer el Colegio Mayor de la Presentación (1550), que se anticiparía a lo que el Concilio de Trento (1545–1563) implantaría: los seminarios. Precisamente un concilio es lo que el arzobispo Tomás de Villanueva solía pedir con insistencia.
La buena gestión para atender a los más necesitados
El interés por mantener la autoridad y la exigencia dentro del clero y dentro de la Orden se unía a su especial acento tanto en la formación como en la atención de los más necesitados. Aunque en varias ocasiones esta postura lo llevó a enfrentarse con los poderes civiles —excomulgó a un gobernador—, recibía gran estima por parte de los reyes, que asistían a sus misas para escuchar sus catequéticos y elaborados sermones —en los cuales abundaba en verbo de los Padres de la Iglesia, especialmente de san Agustín. Al mismo tiempo que, con suavidad o con severidad cuando se necesitaba —pero evitando humillar y procurando sacar una buena actitud—, corregía a unos y a otros, se aplicaba a sí mismo la dureza de las disciplinas y de una vida austera. Su rigor incluyó el manejo de las cuentas de la diócesis, que vio duplicada su renta bajo el gobierno de Tomás de Villanueva.
Gracias a su solvencia en la gestión, pudo Tomás de Villanueva atender a las personas con menos recursos. Por una parte, acogió a centenares de huérfanos a expensas del palacio episcopal. Por otro, determinó que la sede diocesana distribuyera comidas diarias que, según el padre Francisco Javier Campos y Fernández de Sevilla OSA, consistían en «potaje de carne o pescado, un vaso de vino y algún dinero». También dedicaba esfuerzos a ayudar a familias en escasez económica, lo que incluía hacerse cargo de los servicios de boticarios y médicos. Esta será la estampa más habitual del santo: dando limosna y luciendo con sobriedad los hábitos de la Orden. Así aparece en numerosos lienzos de su misma época o inmediatamente posterior, como los de Juan de Juanes o Zurbarán.
Su fama de «Padre de los Pobres» se expandió pronto por muchos países -especialmente en América- gracias a la labor de los agustinos para dar a conocer a este gran fraile. Provincias, vicariatos, universidades, colegios y parroquias nuestras han grabado su nombre en el tiempo, invitando a todos los fieles a adentrarse en aquel que supo, como queda reflejado en su comentario sobre el Cantar de los Cantares, adentrarse en la intimidad con Dios y sacar el almíbar de su presencia.
Tomás de Villanueva fue proclamado beato en 1618 y canonizado el 1 de noviembre de 1688.
La solidaridad como respuesta a la experiencia del amor de Dios
El padre Jozef Ržonca OSA, en un artículo académico que publicó durante sus estudios de doctorado en la Facultad de Teología de la Universidad de Trnava (Eslovaquia), ha comparado el pensamiento de Tomás de Villanueva y el de Benedicto XVI, y comenta: «En la teología de la caridad de santo Tomás de Villanueva podemos identificar un trípode: la justicia conmutativa, la solidaridad descendente, y la solidaridad como respuesta a la experiencia con el amor de Dios». Según palabras del propio Villanueva, «el hombre debe ser justo frente al prójimo en el reparto de los recursos temporales. Porque, como asegura Ambrosio en su libro sobre Los deberes, la naturaleza lo hizo todo común, y este mundo no es otra cosa que una especie de heredad perteneciente a todos los hombres, aunque el derecho positivo haya establecido la propiedad privada». Pero la mirada de Villanueva no era mundana, porque su caridad se basa en Cristo: «cuando has compartido mi hambre, mi desnudez, mis trabajos, mis dolores y mi fragilidad, no eres ya un desconocido para los malos, aprendiste a socorrer a los desdichados», dice Tomás. Por eso, afirmó en uno de sus sermones: «Nos debe mover a compasión la obligación que tenemos, bajo pena del infierno, de ayudar al que se encuentra en necesidad extrema. Está clamando contra nosotros la indigencia de los pobres y su clamor sube hasta la presencia de Dios. Uno tiene en abundancia de todo, y otro se está muriendo de hambre: ¿no pedirá Dios cuenta de esto?».