En junio de 1479 en Salamanca, España, fallece el sacerdote agustino san Juan de Sahagún o de San Facundo, amigo de los pobres y de aquellos que vivían oprimidos y olvidados por todos. Nació hace 49 años en la provincia leonesa que le da nombre, Sahagún, de la noble familia González. Hijo mayor de siete hermanos, sus padres habían rezado, ayunado y hecho obras de caridad para pedir a Dios un hijo como él.
La historia de este santo, canonizado en 1690, se parece en parte a la de san Antonio de Padua. Nacido entre lujos, sintió pronto la preferencia por la Iglesia, por lo que su educación fue confiada a los benedictinos: bajo su guía estudió teología y filosofía, y de ellos recibió también el amor por la regla de la oración y el trabajo.
San Juan era ya entonces un joven alegre e inteligente. Después de completar sus estudios, hubiera podido vivir de las rentas eclesiásticas de las que gozaba su familia, pero el Señor le llamó a una vida entregada. Su padre lo presentó al obispo de Burgos, que lo ordenó sacerdote. Sin embargo, ni siquiera en el ambiente de la curia encontraba una satisfacción espiritual profunda: demasiadas riquezas le rodeaban todavía, mientras que en su corazón latía un intenso deseo de entregarse completamente a Jesús, sabiendo que todos los placeres del mundo no son nada comparados con el gozo puro que se experimenta en la práctica de la oración, la meditación y las virtudes evangélicas.
Su entrada en la Orden de San Agustín
San Juan sentía la llamada a una vida más radical y de una mayor profundidad espiritual, y abandonó la curia para vivir la obediencia, la castidad y la pobreza. Acudió a un retiro en Salamanca: tenía 33 años cuando entró a formar parte de los frailes agustinos, que lo recibieron con los brazos abiertos. Transcurrido el periodo de noviciado, el 28 de agosto de 1464 realizó la profesión religiosa bajo el nombre de Juan de Sahagún. Allí inició una vida tan virtuosa como austera, durante la cual interpretó la regla de forma radical.
La vida en la fraternidad agustiniana bebe de la forma de vida de la comunidad apostólica. La regla, compuesta por san Agustín, el gran padre de la Iglesia, habla de oración, estudio y austeridad, pero también de amor, alegría y fidelidad. San Juan de Sahagún cuidó el refectorio y la bodega que le habían sido confiados con ejemplar meticulosidad y amor y se confesaba tres veces al día, pues buscaba la absoluta pureza de conciencia. En Salamanca creció su fama de santidad, por lo que fue maestro de novicios y también resultó elegido dos veces prior del convento: en 1471 y en 1477. Sin embargo, nunca exigió a los demás ninguna cosa que él mismo no hubiera ya puesto en práctica en su persona.
Cercano a las personas y cercano a Jesús
Un hombre cuya fe e integridad eran tan claras, recibió también algunos carismas extraordinarios del Señor: el primero fue su capacidad de permanecer en contemplación toda la noche, en éxtasis, sin necesidad de dormir, a veces incluso levitando fuera de sí. Pero es sobre todo durante la celebración de la Eucaristía cuando Jesús le concedió la revelación de su rostro resplandeciente de luz, que Juan describió como un sol, y que adoró por encima de todo.
Las meditaciones de los misterios de la fe eran intensas en el religioso, partiendo de lo real para ascender al Padre. Era un sacerdote humilde, que se hacía cercano a los hermanos que veía en necesidad. Además de sus comunicaciones místicas con el Señor, Juan recibió también una excepcional capacidad de fraternidad, que le permitió tocar el corazón de las personas con la profundidad de sus predicaciones y con la fuerza de sus exhortaciones a la conversión, a abandonar el pecado y a practicar el perdón, la reconciliación y el amor fraterno.
La paz en Salamanca
Fueron años muy duros los que vivió Juan en Salamanca: las calles estaban bañadas de sangre por una guerra interna entre facciones opuestas. El agustino estará siempre junto a los que sufren, junto a los enfermos y los que viven injusticias sociales, con una gran solidaridad y compasión. De sus dos hábitos, regaló el mejor a un hombre que vio en necesidad.
Lejos de escapar de la dificultad, Juan de Sahagún se hizo aún más presente dentro de la comunidad, con un empeño particular por la paz, reconciliando a las facciones en lucha a través de la palabra pero, sobre todo, de la paciencia. El santo intervendrá y obtendrá el milagro de la paz gracias a su gran capacidad de reconciliación y de perdón.
Aunque condenaba el pecado, era comprensivo con las debilidades humanas, conociendo las dificultades y los errores del hombre. Sembraba la misericordia en el corazón de sus hermanos gracias a las palabras que le infundía el Espíritu Santo, siempre al servicio de la justicia y de la verdad. Por ello, su muerte el 11 de junio de 1479 supuso una gran pérdida para su comunidad, que perdió a un padre con los pies firmes en la tierra y el corazón vuelto hacia Dios. Fue beatificado en 1601 y canonizado por Alejandro VIII en 1690.