Queridos hermanos y hermanas, miembros de la Orden y de la Familia Agustiniana:
¡Qué tiempos tan contradictorios estamos viviendo! Son tiempos de alegría pero también de tristeza; tiempos de esperanza y de decepción a la vez; tiempos de encuentro y asimismo de individualismo y feroces enfrentamientos. Así es nuestro mundo desde que el pecado hiciera en él su aparición. No sabríamos decir si el actual es mejor o peor que el de otros tiempos; y así, aunque bajo una cierta mirada podemos afirmar con Qohélet que nada hay nuevo bajo el sol (Ecl 1, 9) sabemos también que nuestro tiempo es un tiempo cambiante, que se renueva necesariamente cada día, porque cada día debemos hacer uso nuevamente de nuestra libertad ayudada por la gracia (tantas veces lo hacemos en realidad de espaldas a la gracia) y elegir una vez más la vida o la muerte, el bien o el mal (Cf. Dt 30, 15). No envejece la enseñanza del santo Padre Agustín: “Malos tiempos, tiempos fatigosos —así dicen los hombres—. Vivamos bien, y serán buenos los tiempos. Los tiempos somos nosotros; como somos nosotros, así son los tiempos”. “¡Ojalá no abundaran los malos y no abundarían los males!”. (Serm 80, 8)
En este mundo herido de contradicciones, colmado de espigas y cizaña Mt 13, 25), se encarnó el Hijo de Dios, llegada la plenitud de los tiempos, para traernos la Buena Noticia de la adopción filial (Cf. Gal 4, 4) e inaugurar una nueva creación en la que el amor y la justicia de Dios tienen la última palabra y fundan un Reino de fraternidad. El Niño en el pesebre de Belén es la auténtica novedad de todos los tiempos.
Y por eso nosotros, dos milenios después, testigos de una época nuevamente asolada por las guerras, los estragos de las ideologías, la destrucción de la familia y tantas otras calamidades, seguimos celebrando la Encarnación, el nacimiento del Salvador, y de esta forma recordamos que, sufriéndolo, Dios ha puesto un límite al mal, desnudo nos ha envuelto con un manto de justicia (Cf. Is 61, 10), entre llantos consuela a los afligidos (Cf. Is 61, 2) ; al celebrar la Navidad recordamos que finalmente la debilidad del amor habrá de prevalecer.
Él es nuestra esperanza, la esperanza total: la esperanza del advenimiento de un mundo en el que no alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra (Is 2, 4) ; y la esperanza de otro en el que ya no existirá muerte, ni duelo, ni llanto, ni dolor, porque lo primero ha pasado (Ap 21, 4).
Hermanos, quiero invitaros a que estos días de esperanza sepáis separaros, al menos un poco, de las preocupaciones cotidianas y fijéis vuestra mirada interior en el misterio de “un Dios que no se ha encerrado en sus cielos impenetrables, sino que se ha hecho carne y sangre, historia y días, para compartir nuestra suerte” (Papa Francisco en el prefacio de La esperanza es una luz en la noche), que viene continuamente a nuestro encuentro, que se hace como nosotros para que nosotros nos hagamos como Él. Siempre corremos el riesgo de olvidarnos del que de nosotros nunca se olvida. No nos distraigamos por el camino, no nos olvidemos de la senda de Belén. Es sin duda muy hermoso poder encontrarnos unos con otros, necesario disponer signos exteriores de alegría, maravilloso poder hacer y recibir regalos. Pero cuidemos de que el encuentro, la alegría y los presentes no nos alejen del que infinitamente se nos ha acercado. Nada hay más bello que poder festejar en comunión las obras grandes que Dios ha hecho y sigue haciendo, y que nosotros sabemos reconocer al contemplar cómo sigue entretejiendo pacientemente su historia de amor en la trama de nuestras pequeñas historias personales.
Porque la Navidad ha sucedido, emprendamos el Año Santo como verdaderos peregrinos de Esperanza. No desesperemos aunque las bombas suenen más fuerte y se agudice el grito del dolor. Acojamos la esperanza, cultivemos la esperanza. También nosotros, como el Papa en la antología de textos La esperanza es una luz en la noche, nos preguntamos “cómo podríamos vivir sin esperanza, cómo sería la vida de cada día”. La esperanza, que avanza flanqueada por sus hermanas la fe y la caridad, es, en palabras del Papa, “la sal de la cotidianidad”. “Cultivar la esperanza significa no rendirse a la noche, preferir la luz a la oscuridad y hacer nuevas todas las cosas”. “No es una palabra vacía, ni un vago deseo nuestro de que las cosas vayan mejor: la esperanza es una certeza, porque se funda en la fidelidad de Dios a sus promesas”. (Papa Francisco, Audiencia general de 11 de diciembre de 2024)
La Navidad es la garantía de la fidelidad de Dios, la evidencia de que su Palabra se realiza, la prueba de que cumple sus promesas. Acudamos también nosotros como peregrinos a alimentar en el pesebre la esperanza. Porque solamente anclados en ella podemos desearnos unos a otros, como yo es deseo, una muy feliz Navidad.
P. Alejandro Moral Antón -- Prior General
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