Como cada año, ante la llegada de la Navidad, nuestras calles se llenan de luces y guirnaldas, nuestras mesas de deliciosas viandas y nuestros armarios de regalos. Las comidas con seres queridos se prolongan hasta el crepúsculo, mientras las conversaciones en la mesa y los sonidos de los cubiertos sobre la vajilla dan paso a los villancicos y las guitarras, en una especie de oda a la alegría de vivir y, sobre todo, de estar juntos. Y como cada año, al mismo tiempo, la Navidad se presenta como algo único, como algo siempre antiguo y siempre nuevo; se presenta, al fin y al cabo, como una oportunidad de valorar lo externo pero, al mismo tiempo, trascenderlo, para ir a la esencia y a la fuente de todo. Porque sin ésta, sin la esencia y la fuente, las luces y las guirnaldas, los manjares y los regalos, e incluso los villancicos y las guitarras en torno a la mesa son ritos vacíos y superficiales privados de su verdadera causa y razón de ser. Sería, quizá, como reírnos sin acordarnos de por qué lo hacemos.
Los sermones de San Agustín, escritos en una época donde la Navidad se celebraba más en el contenido que en el continente, son hoy más que nunca un fogonazo de luz para ayudarnos a volver nuestra mirada hacia el núcleo de la fiesta y así poder celebrarla con una alegría nueva y completa; ampliando el disfrute de quienes nos acompañan.
De lo temporal a lo eterno
Precisamente, una de las constantes de los sermones del obispo de Hipona sobre el nacimiento de Cristo es este pasar de lo inmanente a lo trascendente, de lo temporal a lo eterno, de lo visible a lo invisible.
“Yace en un pesebre, pero contiene al mundo; toma el pecho, pero alimenta a los ángeles; está envuelto en pañales, pero nos reviste de inmortalidad; es amamantado, pero adorado; no halla lugar en el establo, pero se construye un templo en los corazones de los creyentes”. (Sermón 190, 4)
“Celebremos, por tanto, ¡oh cristianos!, no el día de su nacimiento divino, sino del humano, es decir, el día en que se amoldó a nosotros, para que, por mediación del invisible hecho visible, pasemos de las cosas visibles a las invisibles”. (Sermón 190, 2)
Constantemente, Agustín explicita el misterio de la Encarnación, de Dios hecho hombre, como un contraste con las cosas del mundo de las que se reviste o, mejor dicho, a las que se somete el creador del mundo, enfatizando así la grandeza de un Dios-con-nosotros. Esta continua contraposición, de hecho, desemboca constantemente en el Amor de Dios por los hombres, que puso su morada en medio de nosotros.
“Así, pues, aquella Palabra única de Dios, aquella vida, aquella luz de los hombres es el Día eterno; en cambio, este día, en que, al unirse a la carne humana, se hizo como esposo que sale de su lecho nupcial ahora es hoy, pero mañana será ayer. Sin embargo, el día de hoy ensalza al Día eterno, porque el Día eterno, al nacer de la Virgen, hizo sagrado el día de hoy. ¡Qué alabanzas tributaremos, pues, al amor de Dios! ¡Cuántas gracias hemos de darle! Tanto nos amó que por nosotros fue hecho en el tiempo Aquel por quien fueron hechos los tiempos, y en este mundo fue menor en edad que muchos de sus siervos el que era más antiguo que el mundo por su eternidad.” (Sermón 188, 2)
“¿Dónde te hallas por mí? En un establo angosto, envuelto en pañales, en un pesebre.” (Sermón 196, 3)
La exultación de un corazón humilde
Ante semejantes maravillas, la consecuencia necesaria de este misterio de salvación, por el que Dios se ha hecho hombre para salvar al hombre, es la exultación y el gozo. Ciertamente, frente a la grandeza de Dios y ante el desborde de gracias para con los hombres, la única respuesta posible del cristiano es la del Magnificat, proclamar la grandeza del Señor, porque se hace presente en nuestra debilidad y en nuestra pequeñez.
“Por tanto, celebremos el nacimiento del Señor con la asistencia y aire de fiesta que merece.(...) Exultad de gozo vosotros, los justos: ha nacido el que os justifica. Exultad vosotros, los débiles y los enfermos: ha nacido el que os sana. Exultad vosotros, los cautivos: ha nacido el que os redime. Exulten los siervos: ha nacido el Señor. Exulten los hombres libres: ha nacido el que los libera. Exulten todos los cristianos: ha nacido Cristo.” (Sermón 184, 2)
Para San Agustín, por tanto, no se entiende la Navidad sin la alegría. Sin embargo, esta alegría sólo puede ser recibida y celebrada si se posee un corazón humilde, capaz de reconocer la propia debilidad y la grandeza del acontecimiento de Dios hecho hombre. De lo contrario, no hay posibilidad alguna de regocijo.
“Un año más ha brillado para nosotros -y hemos de celebrarlo hoy- el nacimiento de nuestro Señor Jesucristo, gracias al cual la Verdad ha brotado de la tierra y el Día del Día ha venido a nuestro día. Alegrémonos y regocijémonos en él. La fe cristiana atesora lo que nos ha aportado la humildad de persona tan excelsa, de lo que está vacío el corazón de los incrédulos, dado que Dios escondió estas cosas a los sabios e inteligentes y las reveló a los pequeños. Posean, por tanto, los humildes la humildad de Dios para llegar, con tan grande ayuda, cual montura para su debilidad, a la excelencia de Dios. En cambio, aquellos sabios y prudentes que buscan la sublimidad de Dios sin creer en su humildad, al prescindir de ésta, tampoco alcanzan aquélla; por su vaciedad y levedad, su hinchazón y altivez, quedaron como colgados entre el cielo y la tierra, en el espacio intermedio propio del viento. Son sabios e inteligentes, pero según este mundo, no según el creador del mundo.” (Sermón 184, 1)
Sólo de esta manera la Navidad será una celebración de júbilo en el sentido pleno, ya que sin la conciencia de este Amor y la humildad para reconocerlo, nos seguirá faltando el vino (cf. Jn 2, 3) y nuestra fiesta no será fiesta. Corramos, pues, con San Agustín, a adorar a aquél que quiso ser hombre por nosotros, convertido en niño, para que crezcamos con él. (Sermón 196, 3)
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